Esvin Juárez y Rosmeri Miranda-López habían conseguido aquello con lo que muchos migrantes sueñan cuando dejan atrás su país.
Llegaron de Guatemala a Estados Unidos como novios hace 22 años. Se casaron, tuvieron cuatro hijos y se establecieron en Apopka, Florida, donde compraron una casa y levantaron una empresa cementera que hoy da empleo a 16 personas.
Sin embargo, haber cruzado la frontera de forma irregular nunca dejó de perseguirlos.
Y a pesar de años de esfuerzos por obtener el estatus legal, más recientemente con la solicitud para una visa U que el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS) ya había determinado como legítima, este junio acabaron deportados y separados de sus hijos, quienes permanecen en territorio estadounidense.
“Tener aplicaciones de visa pendientes no impide la expulsión de EE.UU.”, le contestó el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés) a BBC Mundo al ser consultado sobre este caso.
Es una historia particular que, sin embargo, se ha vuelto cada vez más recurrente tras el regreso de Donald Trump a la presidencia con la promesa de llevar a cabo “la mayor deportación en la historia”.
Y sobre todo desde que el arquitecto de sus políticas migratorias, el asesor de la Casa Blanca Stephen Miller, confirmara que estableció un mínimo 3.000 arrestos diarios de indocumentados como el objetivo a alcanzar.
A pesar del contexto, Beverly, la hija mayor de los Juárez que, a sus 21 años, se ha vuelto cabeza de familia, está lejos de tirar la toalla.
Junto a César (15 años), Josué (13) y Valery (9), ha protagonizado una serie de videos en los que pide ayuda al presidente con la deportación de sus padres y que cuentan con millones de visualizaciones en redes sociales.
“He aparcado mis sueños para hacerme cargo de mis hermanos y tratar de traer a mis padres de vuelta”, le dice a BBC Mundo.
La Opinión